miércoles, 24 de septiembre de 2014

Una mañana de domingo

Me desperté sobresaltado con el cacareo de un gallo. Aquel animal me despertaba cada mañana a la misma hora, como si tuviera un reloj interior que le permitía percibir el paso infinito del tiempo, midiéndolo. A esa hora, aunque ni siquiera el sol se había levantado sobre la línea del horizonte, yo sí que me levantaba de mi cama, día tras día, con el único pensamiento en mente de echarme algo a la boca para desayunar. Con los ojos aún pegados, observo mi desordenada habitación. Quizá sería conveniente poner algo de orden en el cuarto, pues el desorden existente hace difícil moverse sin tirar nada al suelo.

Después de asearme cuidadosamente (me gusta guardar las apariencias), voy a la cocina en busca de alimento. Cuando veo que las estanterías están casi vacías, siento cómo me invade el malhumor. La opción de ir a desayunar al bar de la esquina de enfrente es cada vez más tentadora. De este modo, cojo mi chaleco y, abriendo la puerta con brío, disfruto del soplo de aire fresco que recibo en el rostro mientras cruzo la carretera hacia el bar. Sin embargo, el optimismo renovado que comienzo a sentir se ve desequilibrado por la escena que me encuentro en la entrada del establecimiento: tres caballos negros que nunca había visto forman una fila en la puerta. De repente oigo un grito, y atravieso con fuerza las puertas del Saloon, haciendo chirriar los goznes.

Lo primero que veo al entrar es a un grupo de mujeres llorando en una esquina, que al verme señalan temblando a la barra: un hombre está zarandeando violentamente al camarero, y nadie en el local parece tener el valor suficiente para hacer nada. Sin embargo, mi presencia ha sido advertida por muchos de los que observan impasibles el miserable espectáculo, de modo que un murmullo comienza a extenderse por la sala. El malhechor se da la vuelta lentamente, sonríe con su desdentada boca y se lleva rápidamente la mano a la cintura. Rápidamente, pero muy tarde; yo le he alcanzado primero, desenfundando con una premura de sobra conocida y admirada por los lugareños. El criminal, cuya cara ocupa los carteles que llevan empapelada la ciudad  desde hace varios días, se lleva la mano a la pierna herida mientras grita de dolor. Con cara de satisfacción por el deber cumplido, me dispongo a mostrarle más de cerca la placa de Sheriff  que llevo al pecho, cuando de repente...

¡Hora de cenar! El grito de mi madre me despierta del trance, y consigue que vuelva a la realidad. No soy un Sheriff, y probablemente nunca lo sea, pero de momento, a mis ocho años, me conformo con ver esta película una y otra vez.

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