Mis primeros recuerdos relacionados con el western se unen a
la figura mítica de la Caballería americana. “Murieron con las botas puestas”
era una de las películas que más me gustaba junto con “Misión de audaces” y “Fort
Bravo”. No es que despreciara las demás películas western pero a mí lo que
verdaderamente me emocionaba era el sonido de la corneta tocando a la carga.
Por eso uno de mis directores favoritos es John Ford, un
artista como pocos, que supo rescatar en su gloriosa “Trilogía de la Caballería”
el valor de unos hombres, de unos soldados que cobraban cincuenta centavos
diarios, que defendían los puntos vulnerables de una nación desde Fuerte Reno
hasta Fuerte Apache, desde Sheridan hasta Stockton, todos iguales, hombres vestidos de azul, como se dice en “La legión invencible”. Ese espíritu de
orgullo y sacrificio, de camaradería y honor, que llevó a la gran pantalla
ayudado de John Wayne que protagonizó de manera excelente las tres películas.
Pero no solo son batallas lo que nos presenta Ford. Él va
más allá. Expresa una concepción personal del amor; con profunda emoción, pero
sin sensiblerías baratas como muestra en el reencuentro entre el capitán York y
su mujer donde no hay ni abrazos ni besos solo miradas cargadas de sentimientos encontrados y un gentil “Buenas tardes, Kathleen”. También rinde homenaje al
lado perdedor en la Guerra de Secesión como cuando en el entierro de un soldado, antiguo brigadier confederado, sus compañeros ponen una bandera confederada encima del ataúd. Y por encima de todo busca un
acercamiento directo, casi íntimo, con los personajes. Unos personajes de carne
y hueso con sus virtudes y sus defectos, que se ensucian con el polvo del
camino, que sangran y mueren, pero que encarnan unos ideales épicos que nos atraen generación tras generación.
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